Autor: Tahia al-Isma’il, Shaykh Abdalhaqq Bewley, Hayy Idris Mears
Abdal Muttalib tenía casi todo lo que se puede desear: salud, riqueza, poder y el respeto de su tribu. No obstante, había una cosa que le causaba gran tristeza: solo tenía un hijo. En una época en la que los árabes se enorgullecían de su numerosa descendencia, el solo tenía un hijo cuando lo que necesitaba era muchos, muchos hijos que le ayudaran en las nobles tareas que le habían sido encomendadas: suministrar agua y alimentos a los peregrinos que venían a visitar la Ka’bah año tras año. Era un cargo honorífico, pero Abdal Muttalib lo consideraba de suma importancia. Habían sido mucho los conflictos causados por el mantenimiento de la Casa Antigua y la atención debida a los peregrinos. Abdal Muttalib juró que si llegaba a tener diez hijos que alcanzasen la edad adulta, sacrificaría a unos de ellos a los dioses de la Ka’bah.
Pasaron los años; Abdal Muttalib era el jefe de la tribu, querido y obedecido por todos, y tenía once hijos. Se daba cuenta de que tenía que cumplir la promesa hecha a los dioses de la Ka’bah, pero, ¿cuál de sus queridos hijos sería la víctima del scrificio? A todos los quería, en especial a Abdellah, el menor, que se había convertido en un joven extraordinario, el más apuesto de los Quraysh. Abdal Muttalib decidió encomendar la decisión al azar puesto que por sí mismo no podía tomar tan dolorosa elección. Y salió el nombre de Abdellah, el hijo más joven y cercano a su corazón. Abdal Muttalib sentía la necesidad de cumplir con su juramento, por mucho que le pesara, pero la gente de los Quraysh protestó. ¿Iba a sacrificar a un joven que tanto prometía, el orgullo y la alegría de los Quraysh? Abdal Muttalib no sabía cómo librarse del terrible juramento. Fue entonces cuando algunas de las persona más sabía de la Meca le aconsejaron consultar a una famosa adivina que vivía en Al-Taif.
Abdal Muttalib fue a verla acompañada de un grupo de nobles de la Meca. La adivina preguntó cuál era el precio del rescate de un hombre en su tierra, y ellos contestaron que diez camellos. Entonces les dijo que echaran a suertes entre una flecha con el nombre de Abdellah y otra con el número de diez camellos (la extracción tenía que hacerse por los sacerdotes al servicio de los dioses). Si salía elegido el nombre de Abdallah, tenía que preparase a sacrificar el diez camellos; si seguía saliendo el nombre de Abdallah tenían que ir incrementando el número de camellos de diez en diez y seguir procediendo de esta manera hasta que saliera elegida la flecha de los camellos, señal que en ese momento los dioses ya estaban satisfecho.
Abdal Muttalib regresó a la Meca lleno de miedo y esperanza. Se dirigió a la Ka’bah donde se guardaban la flechas y pidió que se echara la suerte entre Abdallah y los diez camellos. El nombre de Abdallah salió diez veces seguidas y en cada turno Abdal Muttalib incrementaba el número de camellos hasta que llegó a cien. En el turno siguiente la flecha elegida fue la de los camellos, para asegurarse que los dioses estaban realmente satisfechos Abdal Muttalib echó la suerte otras tres veces y la flecha de los camellos fue siempre elegida. Esto le convenció de que al fin estaba libre del juramento contraído y que podía quedarse con su hijo después de sacrificar a los diez camellos.
Cuando Abdallah cumplió los veinticuatro años, su padre pensó que había llegado el momento de contraer matrimonio y escogió para su hijo a Amina, la hija del jefe de los Banu Zuhra, una mujer digna de ser la esposa del hijo del jefe de los Quraysh y gobernador de Meca. Después de la boda, y siguiendo la costumbre de los árabes, Abdallah y su esposa permanecieron tres días en casa de su padre. Pasado este tiempo, se trasladaron a su propio hogar que estaba situado entre las casa de los Banu Abdal Muttalib.
Los habitantes de Meca construían las casas de acuerdo con su rango. Cuanto más elevado era este, más cerca estaba la casa de la Ka’bah. Las casas de los Banu Abdal Muttalib eran las más cercanas a la Casa Antigua puesto que eran los más nobles de los Quraysh, preferencia que no cedían a ningún otro. La gente de menor rango tenían las casas más alejadas, y las de los esclavos y resto de los servidores lo estaban aún más. La gente de mala reputación estaba en la periferia de la ciudad, muy lejos de la Ka’bah.
Abdallah no se quedó demasiado tiempo con su esposa, sino que, como suele hacer la mayor parte de los jóvenes ambiciosos, salió con una expedición comercial que se dirigía hacia el norte, hacia Gaza. La ciudad del Meca vivía principalmente del comercio, y la costumbre era emprender dos viajes al año, uno en verano y otra en invierno. El viaje del verano llevaba las mercancías hacia el norte, hacía As-Shams (La Palestina actual, Siria, Líbano, Jordania); el viaje de invierno iba hacia el sur, hacia el Yemen. Meca era el punto de encuentro entre Oriente y Occidente, el vínculo entre el Imperio Romano y las mercancías que venían de India y China.
A su regreso del viaje de verano, Abdallah se detuvo en Yazrib (Medina) para visitar a sus tios maternos, los Banu Nayyar. Abdallah cayó enfermo y la caravana tuvo que partir sin él. Cuando llegaron a Meca, los viajeros informaron a Abdal Muttalib de la enfermedad de su hijo; este decidió enviar al hermano mayor, Al Hariz, para que lo trajera de regreso a Meca.
Al llegar a Yazrib, Al Hariz descubrió que su hermano había muerto un mes después de la partida de la caravana y que había sido enterrado en esa ciudad. Al Hariz regresó a Meca con la difícil tarea de dar la trágica noticia a su anciano padre y la esposa de su hermano que estaba encinta con un hijo que jamás conocería a su padre.
Fuente: Libro ‘La vida del Profete Muhammad’