Autor: Shayj Abdalhaqq Bewley
En un entorno acostumbrado a la violencia y la arrogancia, el Profeta, a quien Allah bendiga y conceda paz, tenía un temperamento apacible y las maneras más exquisitas. Nunca insultaba a nadie ni menospreciaba la pobreza o la enfermedad. Honraba la nobleza y recompensaba según la valía, dando a cada persona en la medida de sus necesidades. Jamás rindió pleitesía a la riqueza o el poder y llamaba a adorar a Allah a todos los que se lo acercaban.
Siempre era el primero en saludar y el último en retirar la mano. Tenía una paciencia infinita con todos los que venían a pedirle ayuda o consejo, sin importarle la ignorancia del inculto ni la grosería del maleducado. En una ocasión un beduino vino a pedirle algo; el hombre tiró de sus ropas con tal violencia que arrancó un trozo. Muhammad se rió y dio al hombre lo que quería.
Una de sus cualidades, es que siempre tenía tiempo para el que lo necesitaba. Y con los visitantes tenía una deferencia tal, que les cedía su propio sitio o extendía su manto para que se sentasen. Si rehusaban, insistían hasta que aceptaban. A sus invitados les concedía toda su atención, hasta tal punto que todos, sin excepción alguna, se sentían los más honrados.
El Profeta, a quien Allah bendiga y conceda paz, era el menos propenso a la ira y el más fácil de contentar. Los errores de sus Compañeros no eran mencionados y jamás culpó o denigró a persona alguna. Su sirviente, Anas, estuvo con él durante diez años y en todo ese tiempo, Muhammad ni siquiera le preguntó por qué había dejado de hacer alguna cosa. Le encantaba oír cosas buenas de sus Compañeros y lamentaba su ausencia. Visitaba a los enfermos incluso en las partes más remotas de Medina y de más difícil acceso. Asistía a los festejos y aceptaba por igual las invitaciones de libres o esclavos. Estaba presente en los funerales y rezaba junto a las tumbas de sus Compañeros. Siempre iba sin guardia alguna, incluso entre la gente que le era más hostil.
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